El tiempo es oro (de la serie "Extrañamientos Cotidianos")
- Viviana Cubillos V.
- Mar 8, 2018
- 5 min read
Extrañamientos cotidianos es, si tengo la primera oportunidad de decirlo, el espacio que hemos creado desde Rizoma para fomentar un ambiente de análisis y reflexión, lejos del academicismo y más cercano a las fibras propias. Cada quien tratará el tema que le parezca mejor, desde su particular realidad. En las siguientes palabras, ustedes y yo vamos a poder encontrar un tiempo para hablar del tiempo, del oro, y de lo horrible que es trabajar contestando teléfonos. Probablemente ya lo sepa a este punto, pero este texto es tanto un abordaje analítico como un pretexto para desahogarme; y eso es porque sencillamente uno no pasa indemne por este proceso, el de contestar teléfonos.
¿Por dónde comenzar con un asunto con tantas aristas, algo que genera tanta repulsión pero tanta fascinación? No me fascina contestar teléfonos, no, de hecho esa es la parte que me genera mayor desazón. Pero contestar teléfonos tiene cierta magia, involucra tantas cosas intrínsecamente ligadas y a la vez tan ignoradas, esta es la parte que me produce fascinación. Pues bien, empecé a contestar teléfonos por necesidad. Si hubiese tenido otra posibilidad, contestar teléfonos habría sido no la última, sino una inexistente opción. Primero, porque odio los teléfonos, celulares o de casa, su capacidad para producir accidentes, generar incomodidades y fabricar malestares es impresionante. Los teléfonos me generan un estrés tan grande que cuando tengo que llamar a alguien, mientras marco los números en el teclado, las palmas me sudan, la respiración se altera y mi cabeza produce un sinfín de reacciones. Qué bueno que no me tocara llamar a nadie en este trabajo, tan solo tenía que esperar pacientemente a que entrara una llamada.
Segundo porque parte del trabajo de contestar teléfonos requiere de tener la intención de vender cosas. No fuera ya por mi propia situación económica, tan grave como para entrar a trabajar en esto, vender cosas que la gente no necesita y que no puede pagar me parece antiético y antimoral. Es un ejercicio maleducado y malintencionado de llenar a alguien de deudas, seguir con un círculo vicioso de adquisición de mercancías que generan estatus en pos de un debilitamiento de la estructura económica. En un sencillo ejercicio imaginario, piense usted en venderle a un familiar cuyo poder adquisitivo es casi nulo, un i-Phone X (pronunciado ten o diez y no equis como hacemos la mayoría de los mortales) que deberá pagar en módicas cuotas de cien mil pesos, más el plan de datos, la seguranza y además átelo a un contrato que lo obligue a permanecer con la empresa durante no menos de dos años. Contestar teléfonos, para mí, involucraba también este funesto procedimiento que me generaba tanta incomodidad.
Y por último, (lamentablemente dirían muchos de mis amigos) soy una persona que se lo toma todo personal. Por eso, si tenía que contestar el teléfono durante ocho horas, probablemente recibiría unas treinta llamadas, de las cuales unas veinte se tratarían de personas sumamente enojadas con la compañía, personas tan fuera de sí que gritaban durante media hora y que en muchos casos llegaban a insultarme. Tras colgar una llamada debía recobrarme del impase y tomar la siguiente con una sonrisa en los labios, como si nada hubiera pasado, porque en términos generales, la verdad es que nada pasó.
Contestar llamadas en un call center genera una relación especial con el teléfono. Ya que contestaba llamadas al otro lado del continente, y no podía ver al cliente, muchas veces encontraba a mis compañeros o a mí misma, gesticulando con las manos frente al teléfono, como intentando explicarle a la bocina lo que el cliente no podía entender. Si el cliente entiende, sonríe uno, mirando al aparato, como felicitándolo benévolamente por su inteligencia. Si la otra persona está enojada, uno atraviesa el teléfono con una mirada gélida o encandilada, como esperando producir un cortocircuito que dañe el aparato y corte la llamada.
Para evitar llegar a ese punto (el de querer que se corte la llamada, que parece ser un deseo inherente a quien debe contestarlas) el agente (es así como se nos llama) debe procurar establecer un profundo vínculo con el cliente. Hacerle creer que son amigos y generar este lazo en un tiempo récord inferior a los quince minutos, en el ideal que maneja la compañía. Durante ese breve tiempo, el agente debe saludar al cliente, preguntar sus problemas, solucionar y dejarlo convencido que no se presentarán nuevos inconvenientes. E intentar vender. Y para que la venta no falle, toda la llamada debe ser llevada con cordialidad, con confianza, para que la venta suene a la sugerencia hecha entre amigos de antaño. Tal falsedad me impedía no solo vender, sino conocer bien al cliente, puesto que hablar mucho no equivale a saber mucho acerca del otro.
Claro que puede que el problema sea mío, porque encuentro compañeros sumamente hábiles en vender. Por lo general estas personas tienen un solo nombre, pero muchas realidades. En una llamada son hijos piadosos y en la siguiente padres devotos. Ellos también hacen uso de los mismos servicios (inexistentes en nuestro país) que el cliente y entienden lo difícil de su situación (aun cuando al terminar la llamada la cantidad de groserías por minuto pueda rebasar lo imaginable).
Sin embargo, estas largas amistades de quince minutos son de un carácter tan impersonal, tan precariamente humanitario, que la única diferencia entre una máquina y un agente, es la capacidad de este último para ser empático, si es que al agente todavía le queda energía para ello. Cada llamada es en términos generales, parte de una estadística. Se logró resolver la inquietud del cliente ¿sí o no? El cliente volverá a llamar ¿sí o no? Fue vendido un producto en la llamada ¿sí o no? La llamada duró más del tiempo establecido ¿sí o no?
A partir de estas preguntas, se crean estadísticas utilizadas para determinar la productividad de los agentes. Se espera que en una jornada de ocho horas, una persona pueda responder entre diez y treinta llamadas y que le promedio de duración de estas no supere los quince minutos. Que al menos en una de cada dos llamadas los agentes puedan vender los servicios complementarios de los que carece el cliente. Y que cada llamada, al ser calificada por el cliente, tenga un puntaje de 100%.
En tales condiciones el tiempo se convierte en oro. Cada que una llamada se alarga, se pierde la oportunidad de contestar otra, un cliente menos al cual hacer feliz. Desde que se saluda cada segundo debe ser aprovechado para hacer preguntas y generar empatía, no solo con el fin de vender sino también de obtener una buena puntuación en la llamada, no importa si no puedes resolver el problema. Que el cliente crea que hiciste algo es el punto principal. Entre más llamadas se contesten, la compañía más dinero gana. Y si se vende, el rendimiento aumenta. Vender, vender cosas innecesarias, cosas caras, cosas que buscan remplazar necesidades que los objetos no pueden solucionar. Es así que el tiempo se convierte en oro. Cada segundo es dinero. Mientras más contesto, en teoría, mas gano.
Y eso puede ser cierto en términos monetarios. Pero lo cierto es que las pepitas de oro que llegan por contestar son minúsculas. Comparado con la cantidad de estrés, con la despersonalización y la insatisfacción que me invaden no solo a mí, sino a buena parte de los agentes. Las pepitas de oro no valen la pena el tiempo que se gasta allí. Porque además, como agentes, nosotros también somos solo estadísticas. Un número determinado de personas, con un índice de productividad a alcanzar. Un número de personas que debe contestar un número esperado de llamadas para cumplir unas metas. Un número de personas que renuncia y que es remplazado casi de manera inmediata.
El tiempo es oro y no me convertí en millonaria. Cada llamada que no contesté fue la oportunidad perfecta para no venderle a alguien algo que no necesitaba y de paso, no enfrentarme a su enojo. El tiempo es oro pero también es tranquilidad, hoy tengo menos oro, pero estoy más tranquila. Y también hago parte de una nueva estadística, la de los egresados que no trabajan en lo que estudiaron y la de los millones de jóvenes veinteañeros que no tienen un trabajo estable.
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