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Entre ollas y personas: La relación del Arqueólogo, el “ayudante” y la arqueología de rescate

Este escrito a diferencia de la mayoría de los realizados para esta iniciativa, no tratara la cotidianidad de la ciudad o del llamado antropólogo social, si existe realmente tal división en una profesión como la nuestra. Siempre he considerado, más aun luego de mi trabajo de grado, que todas las ramas de nuestra ciencia (si se le puede llamar así) están relacionadas unas a las otras desde su fin de estudio, así como en las diversas metodologías que utiliza para lograr su objetivo. Es en esta situación donde jamás me he sentido cómodo en el gremio de arqueólogos (o una parte de él), es un extrañamiento constante con los compañeros pues aunque muchos sean buenos amigos o colegas su actitud hacia todo lo relacionado con lo social me produce un rechazo en muchas ocasiones. Para evitar malos entendidos lo que diré no abarca la totalidad del gremio pero pues a muchos sí les molestará.


Esta situación se realza en la relación arqueólogo-comunidad o arqueólogo-ayudantes. Por experiencia propia como en charlas con amigos es común ver o escuchar de otros colegas que les molesta que la gente se asome en las excavaciones o que les pregunten que están haciendo o “¿eso qué es y para qué es?”. Es habitual escuchar a arqueólogos en esas situaciones: “qué mamera esa gente, qué fastidio ¿por qué no se van? Sí preguntan pendejadas…” Mostrando así que son profesionales que olvidaron cual es el verdadero fin de su profesión; que más allá de sacar muertos, ollas, fauna o simplemente tiestos, su labor es social. Ya sea para reforzar la idea del estado-nación a partir de aquel “pasado glorioso”, o por el contrario para apoyar movimientos y luchas sociales como lo buscaría un Lumbreras y los demás de la arqueología social latinoamericana.





Las Dos posibles caras de la arqueología




En un trabajo en el que estuve en un pueblo sobre el río Magdalena, charlando día a día con un amigo llamado coloquialmente de mi parte como “Ardila”, repensábamos: ¿qué es lo que lo hace a uno “arqueólogo”? ¿Excavar? ¿Analizar en el laboratorio? ¿Interpretar el contexto? ¿El ver maquinas remover tierras buscando “la protección” del patrimonio? ¿El saber de suelos? Y luego de muchas discusiones llegábamos a la conclusión que el arqueólogo lo hace su labor social. La humanidad siempre se ha preguntado: ¿quién soy y de dónde vengo? Y la arqueología busca darle esa base para que sepamos dónde estamos parados y qué es lo que se es como sujeto social. Al arqueólogo no lo hace el excavar, pues si vemos, en los proyectos de rescate, ¿quién excava en muchos casos? ¿El arqueólogo o el ayudante?


La interpretación de contextos muchas veces se da es gracias a la población local. En ese proyecto (en El Magdalena) por ejemplo salían huesos de la fauna consumida por las poblaciones que habitaron las riberas del Magdalena, y quienes nos permitieron saber sobre temporadas de caza, de pesca, de especies consumidas y hasta de los posibles cortes realizados en los huesos, fueron los ayudantes oriundos de la zona, quienes daban la explicación de todo. Entonces más allá de que el arqueólogo haga un análisis taxonómico de los restos óseos, parte de su interpretación es gracias al pescador-ayudante que hizo la labor de “informante” sin serlo. En este punto nos preguntábamos con Daniel: ¿el ayudante no podría ser arqueólogo? Y siendo sincero he visto muchos ayudantes que excavan mejor que muuchoooos arqueólogos y hasta saben mejor de lo que se está excavando o hacen interpretaciones más correctas que las realizadas por los profesionales. Un ejemplo: vi una arqueóloga confundir fragmentos de caparazón de tortuga con concreciones de tierra y fueron los ayudantes quienes dijeron: “¿nooo eso es un(a) caparazón! Dizque tierra, pff”.


Si tomamos el hacer monitoreo como “el ser arqueólogo”, mejor apague y vámonos... Por otro lado, nuestra promesa ética como antropólogos; porque nos guste o no, todos tenemos el título de antropólogo (excepto los graduados de una Universidad) de reivindicar y darle voz desde nuestras diferentes líneas a los más desfavorecidos en esta sociedad consumida por la vorágine del capitalismo. No estoy criticando la arqueología de rescate, porque trabajo y vivo de ella, pero sí la manera en que muchos la hacen. Como me dijo una vez la profesora Rocio Salas (arqueóloga profesora ocasional de la UN) hace ya varios años: “la arqueología va hasta donde el arqueólogo quiera ir”. Y ahora que trabajo y ya tengo algo de experiencia la entiendo; uno puede realizar un rescate como el realizado en Barrio Abajo, Barranquilla, por la UniNorte (proyecto donde hice mi tesis), donde los resultados se presentaron a la población del barrio, y durante la obra se les permitía estar en la excavación; que vieran lo que estaba bajo sus calles y casas. Mostramos los resultados en la Plaza de la Paz abierta a toda la ciudadanía, presentamos eventos a la comunidad educativa, a los colegios, etc. No simplemente sacar tiestos, lavarlos (algunos ni lo hacen), meterlos en cajas, enviar un informe al ICANH, cobrar y chao.


Luego de este proyecto, el del Magdalena, y el apoyo de una tesis de maestría, otro en Cartagena y en la actualidad en el que trabajo, en Santander, he visto la necesidad de establecer una relación más horizontal y menos vertical con los ayudantes, porque a la larga el arqueólogo termina su trabajo y se va, pero los ayudantes son de la región y serán quienes con sus familias y vecinos se apropiarán del material y los sitios excavados. Y no solo eso, ellos hicieron parte de todo el proceso del trabajo arqueológico, desde la excavación, el lavado hasta la interpretación. Y aunque sus nombres no aparezcan en la portada del informe para el ICANH, su labor fue de vital importancia para el cumplimiento de nuestras metas.


Por eso veo la necesidad de inculcarles el valor de la arqueología, de la protección del patrimonio, del significado de esos objetos para ellos, para sus hijos, para la protección del medio ambiente, etc. Por ejemplo el día de hoy (escribo este artículo del 17 de marzo de 2018) uno de los ayudantes, campesino de profesión, me preguntaba súper interesado sobre el origen del maíz, de la alverja, de los tubérculos y luego de una charla terminamos con la idea de hacer un proyecto para la recuperación de semillas que se han ido perdiendo por las lógicas del mercado. Luego de la hora de almuerzo, llega este ayudante diciendo que le contó todo el carretazo de la domesticación a otros dos ayudantes (también campesinos), y que también quedaron encantados con la idea de la recuperación de la semillas. Si los arqueólogos seguimos con la falsa de idea de “señores esto es patrimonio y si no lo cuidan vendrá el estado y los multara o los meterá a la cárcel”… ¡¡¡Por favor arqueólogos!!! Si no llega salud o educación, o hasta representantes del estado para la seguridad de los pueblos, menooooos van a llegar representantes del estado para ver el saqueo o destrucción del material arqueológico.


La protección misma del patrimonio se da por parte de las poblaciones locales y esta se dará cuando los arqueólogos lo entendamos y veamos que sin trabajo con la comunidad esto jamás se logrará. No es la típica charla de una hora una sola vez en el colegio, que la realizan más por obligación que por gusto; sino un proceso a lo largo de todo el proyecto, hablando con los campesinos, con los niños, con los obreros; en donde un simple tema, como la domesticación, produzca un sentido de identidad y de protección de algo tan elemental como la seguridad alimentaria. Y señores arqueólogos, no es falta de presupuesto, o porque él o la jefa no quiso o “ella no dijo nada así que yo no lo hice”, acuérdense que como antropólogos, y más aún como humanistas (muchos de las universidades públicas del país), tenemos una obligación con la sociedad colombiana. Siéntense con su ayudante y hablen de temas que para nosotros son algo obvio pero para ellos no, y verán que puede producirles un gran cambio.

Pero esta relación es recíproca, cuando se sienten con él escúchelo. Dejemos el pensamiento de “soy arqueólogo o me fui por la arqueología porque odio tratar con gente”. Acordémonos que de por sí el material que están excavando lo produjo gente y para interpretarlo de una manera más viva deben saber cómo piensa la gente: si quiere saber sobre un pescador prehispánico hable con uno actual, y ese pescador podría ser su ayudante. Como una vez me dijo durante la hora del almuerzo un ayudante entre risas en Barranquilla: “ustedes hablan de cacería, de pesca, de hacer ollas de barro ¿pero cuándo han pescado, cuando han cazado o cuando han trabajado el barro? ¡Ustedes no saben una mondá!”


Este es mi extrañamiento, un extrañamiento hacia mi propio gremio con aire de crítica. A esta colectividad sin identidad en la cual todos sueñan con tener un diploma que diga "Arqueólogo" y por esta razón niegan a la antropología. Esta situación se me asemeja a la del latino legal que reniega del ilegal, y dice: “no, no, yo si hablo inglés, yo vivo en un barrio clase media, tengo dos carros, yo no soy de esos que no tienen trabajo”. Señores “arqueólogos”, acordémonos que aunque no queramos, ¡somos antropólogos!, saquémosle el jugo a nuestra formación, porque muchos de los arqueólogos de formación “pura” en esta ciencia son del corte que ven la olla con las manos que la están haciendo, pero no se fijan en las manos; no se fijan en persona que está detrás (y consigo su pensamiento). Recordemos que nuestro objetivo es estudiar a la personas por medio de las ollas.








Doña Rosa, artesana de Ráquira conocida por buena parte de los estudiantes o egresados de antropología de la Universidad Nacional


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